Georges Lemaître. Sin prejuicios, por favor (revista Nuestro Tiempo)

La popularidad que Georges Lemaître consiguió en los años treinta del pasado siglo se desvaneció debido, en parte, a pugna entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría por encumbrar a sus héroes científicos: Edwin Hubble y Alexander Friedmann, respectivamente. Más tarde surgió el prejuicio antirreligioso. Pero, poco a poco, su figura está siendo rescatada del olvido. 
Uno de los principales problemas que encontramos en la actualidad es la desconfianza en el valor del conocimiento humano. Muchos piensan que la ciencia experimental es el conocimiento más fiable que poseemos porque sus modelos pueden someterse a demostraciones, pero no faltan quienes opinan que el hombre no siempre se desprende de sus prejuicios, y con frecuencia se deja arrastrar por ellos. Hay también otros que ponen en duda la certeza científica al considerar que esos modelos están sujetos a cambios. No podemos negar que la ciencia tiene sus limitaciones, pero esto nada tiene que ver con rebajar los verdaderos logros científicos y la capacidad racional que los hace posibles. Por eso, detenernos a considerar cómo se ha llegado a un determinado descubrimiento científico nos ayuda a comprender mejor cómo la ciencia es un camino privilegiado para buscar y encontrar la verdad, aunque esta sea parcial. Sirva como botón de muestra la teoría científica más popular: la teoría cosmológica del Big Bang, que fue propuesta inicialmente por el sacerdote católico belga Georges Lemaître.


LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD

Todo empezó en 1915, cuando Albert Einstein publicó la teoría general de la relatividad. Aunque casi toda Europa estaba implicada en la Gran Guerra, sus escritos saltaron al bando contrario y llegó a las manos de Arthur Eddington. El entusiasmo del astrónomo británico fue tan grande que tradujo a su lengua el trabajo del físico alemán y no desaprovechó la ocasión que le prestaba el eclipse solar de 1919 para comprobar algunas de las predicciones de dicha teoría. A partir de entonces, Einstein adquirió una gran popularidad. Pero la teoría de la relatividad no solo iba a modificar la concepción que teníamos del espacio y del tiempo, sino que permitía explicar el Universo en su conjunto. Einstein fue el primer sorprendido al encontrar que la solución a sus ecuaciones daba como resultado un mundo cambiante, un Universo que inicialmente él mismo estimó en contracción. Como esto no le cabía en la cabeza, introdujo un término en las ecuaciones que contrarrestara el efecto gravitatorio: una fuerza repulsiva, a la que llamó constante cosmológica. Esta constante dotaba al espacio vacío de una presión que mantenía separados a los astros, logrando así un mundo acorde con su pensamiento: estático, finito y eterno. Años más tarde, Einstein comentaría que la introducción de esta constante en sus ecuaciones había sido el mayor error de su vida. 
Entre tanto, el astrónomo holandés Willem de Sitter obtuvo en 1917 una solución a las ecuaciones del sabio alemán, sugiriendo la posibilidad de que el Universo fuera infinito. Por otro lado, el matemático ruso Alexander Friedmann consiguió en 1922 varias soluciones a estas ecuaciones, proponiendo universos que se contraían o que se expandían, según los valores que tomara la constante cosmológica. Cuando su trabajo se publicó en Alemania, Einstein respondió con una nota en la misma revista presumiendo un error matemático. El error resultó finalmente inexistente, pero Einstein tardó en rectificar, por lo que la propuesta de Friedmann cayó en el olvido.



EN CAMBRIDGE, JUNTO A EDDINGTON

Georges Lemaître irrumpió en este escenario tímidamente, como un estudiante de postgrado. Había nacido a finales del siglo XIX en el sur de Bélgica. Era el mayor de cuatro hermanos. Su padre había estudiado Derecho en la Universidad Católica de Lovaina (UCL) y tenía una fábrica de vidrio. Georges comenzó la carrera de Ingeniero de Minas en Lovaina, pero sus estudios se vieron interrumpidos al estallar la Primera Guerra Mundial, en la que participó como artillero. Al acabar el conflicto bélico, volvió a las aulas, pero no para continuar los estudios de ingeniería, sino para seguir los de Física y Matemáticas. A su término, ingresó en el seminario de Malinas y en 1923 recibió las Órdenes sagradas. Su condición de sacerdote no fue obstáculo para continuar con su carrera científica y pidió ser admitido como estudiante investigador en astronomía en la Universidad de Cambridge para el curso 1923-24. Allí fue alumno de Eddington que le enseñó a conjugar la astronomía y la teoría de la relatividad.
Ambos simpatizaron, ya que coincidían en el modo de entender la ciencia y la religión como dos caminos para llegar a la verdad. Según Eddington “la preocupación por la verdad es uno de los ingredientes de la naturaleza espiritual del ser humano […] En ciencia como en religión la verdad ilumina al frente como un faro mostrando el camino”. Comentaba, además, que la nueva concepción del Universo físico le ponía “en la situación de defender la religión frente a una determinada acusación: la de ser incompatible con la ciencia física”. Con todo, rechazaba “la idea de que la fe característica de la religión [pudiera] demostrarse a partir de los datos o de los métodos de la ciencia física”. Por su parte, Lemaître recordaba que desde pequeño había soñado con ser científico y sacerdote: se “interesaba por la verdad desde el punto de vista de la certeza científica como por la verdad desde el punto de vista de la salvación”. Por eso consideraba que “el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe”. No obstante, se mostraba contrario a la ida de “reducir a Dios a una hipótesis científica”. 
Pero el pensamiento de Lemaître no había sido siempre el mismo. Durante la guerra le había dado vueltas a la idea de que el “hágase la luz” del Génesis podía servir para explicar científicamente el comienzo del mundo. Fue en el seminario donde un anciano sacerdote le hizo ver que no tenía sentido buscar argumentos científicos en las Sagradas Escrituras: “si esto ocurriera, lo consideraría desafortunado, pues únicamente serviría para empujar a más gente irreflexiva a creer que la Biblia enseña ciencia infalible”. Al llegar a Cambridge, se reforzó su convencimiento de que “el científico debe mantenerse a igual distancia de dos actitudes extremas. La una, que le haría considerar los dos aspectos de su vida como dos compartimentos cuidadosamente aislados de donde sacaría, según las circunstancias, su ciencia o su fe. La otra, que le llevaría a mezclar y confundir inconsiderada e irreverentemente lo que debe permanecer separado”.
El curso siguiente lo pasó entre la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde se puso a trabajar en el tema de la tesis doctoral que Eddington le había sugerido. En Estados Unidos tuvo la oportunidad de ponerse al corriente de los descubrimientos astronómicos más recientes. Hasta ese momento se pensaba que el Universo estaba formado por lo que hoy conocemos como la Vía Láctea, incluidas esas manchas difusas de luz, llamadas entonces “nebulosas”. Fue por entonces cuando Edwin Hubble amplió los horizontes al apuntar que esas “nebulosas” eran en realidad otras galaxias distintas de la nuestra. Por otro lado, Vesto Slipher había descubierto que el espectro de luz que había recogido de la mayor parte de las galaxias estaba desplazado hacia el rojo. No se sabía a ciencia cierta lo que esto podía significar, pero Harlow Shapley, apoyado en el efecto Doppler, consideró que ese corrimiento hacia el rojo era consecuencia de que las galaxias se alejaban.

UN UNIVERSO EN EXPANSIÓN

Al término de sus becas de investigación, Lemaître regresó a Bélgica para incorporarse como profesor en la UCL, gracias a la carta de recomendación que Eddington les había enviado. En esos primeros años de docencia recopiló todos los conocimientos adquiridos y, en abril de 1927, publicó un trabajo en el que recogía un catálogo de 42 galaxias, de las que conocía las distancias con cierta aproximación, así como las velocidades con las que se alejaban, estableciendo la proporcionalidad entre ambas: cuanto más lejos se encontraba una galaxia, con mayor velocidad se alejaba. Es decir, asoció esa separación a la expansión del Universo.
Cuando escribió ese artículo no tenía noticia de los trabajos previos de Friedmann, pues estaban escritos en ruso o alemán, y los modelos de Einstein y De Sitter no le convencían. Lemaître propuso una solución intermedia entre la de Einstein y la de De Sitter ajustando la constante cosmológica: un Universo de simetría esférica, eterno y en evolución. Con ese modelo no solo buscaba una solución matemática correcta, sino que fuera compatible con la física, al dar explicación a las observaciones astronómicas.
Como este trabajo de Lemaître pasó bastante desapercibido, se vio en la obligación de darlo a conocer. La primera ocasión se le presentó con motivo de la celebración del V Congreso Solvay de Física, que tuvo lugar en octubre de 1927 en Bruselas. Acudió a las conferencias y, al término de una de ellas, se entrevistó con el físico alemán, que le comentó: «He leído su artículo. Sus cálculos son correctos, pero su física es abominable». A pesar de esa negativa, Lemaître no se desanimó y esperó otra oportunidad. Esta se presentó en enero de 1930, con motivo de la reunión habitual de la Real Sociedad Astronómica. En ella, De Sitter mostró sus dudas sobre el modelo estático de Einstein, opinión que era compartida por Eddington. Cuando Lemaître leyó las actas de la reunión volvió a escribir a su antiguo profesor de Cambridge para recordarle que hacía tiempo que había propuesto una solución a ese problema. Eddington cayó en la cuenta del “olvido” y rectificó dando una conferencia titulada “La inestabilidad del Universo esférico de Einstein”, en la que explicó la solución que Lemaître había propuesto.
La razón por la que Eddington pasara por alto este modelo se debía a su resistencia para aceptar un mundo en evolución. Como él comentaría años más tarde “la teoría del Universo en expansión es en algunos aspectos tan absurda que dudamos naturalmente en entregarnos a ella. Contiene elementos aparentemente tan increíbles que casi siento indignación de que alguien tenga ‘fe’ en ella, excepto yo mismo”. Finalmente, Eddington reconoció sus prejuicios y se convirtió en el gran valedor de Lemaître. Tuvo una conversación con Einstein en Cambridge, en la que defendió la expansión del Universo, y envió por correo una copia de su trabajo a De Sitter y a Shapley.

EL ORIGEN DEL COSMOS

Lemaître no tuvo inconveniente en plantear un Universo eterno. Eso no contradecía su creencia en un Dios hacedor del mundo, ya que un Universo creado no necesita un comienzo en el tiempo. Conocemos el origen temporal del Cosmos por medio de la Revelación sobrenatural, pero en teoría nada impediría que Dios hubiera creado el Universo desde toda la eternidad. Cuando se afirma que Dios es eterno, se dice algo diferente de una simple duración indefinida. La eternidad divina es la posesión del Ser, sin cambios, sin antes ni después, de modo totalmente autosuficiente. Y esto nunca puede darse en un ser limitado, como es el Universo.
De todos modos, la propuesta de 1927 no sería su modelo cosmológico definitivo. En enero de 1931, Eddington pronunció una conferencia en Londres sobre el fin del mundo desde el punto de vista de la física matemática. Apoyándose en el concepto termodinámico de entropía, concluía que el Universo en el futuro llegaría a un estado de completa dispersión, una desorganización total de la materia. Yendo hacia el pasado, por el contrario, el orden tendería a ser completo, invitando a pensar en un comienzo para el mundo, asunto que Eddington rechazaba tajantemente.
Estas ideas de su antiguo profesor llevaron a Lemaître a replantearse la cuestión del origen del Cosmos, y a preguntarse si era compatible con la física que el Universo hubiese tenido un comienzo. Al no encontrar contradicción, se lanzó a reformular su modelo cosmológico, completándolo con lo que sabía de física cuántica en lo que llamó la hipótesis del átomo primitivo, ahora conocido como Big Bang. Esencialmente, añadió una fase inicial a las dos propuestas anteriores para así dar al Universo una edad finita. Todo comenzaba en un punto, donde las leyes físicas perdían todo su sentido, en el que el Universo entraba en expansión y el espacio se “llenaba” con los productos de la desintegración de un átomo primitivo, desintegraciones semejantes a las de las sustancias radiactivas, que darían lugar a la materia, al espacio y al tiempo, tal como hoy los conocemos. La atracción gravitatoria iría frenando poco a poco esa expansión hasta llegar a una etapa prácticamente de equilibrio. En ese momento surgían las galaxias y sus cúmulos, a partir de acumulaciones locales de materia. Al finalizar la formación de estas estructuras, se reanudó la expansión apresuradamente.


SIN PREJUICIOS, POR FAVOR

Si la expansión del Universo fue inicialmente mal acogida por sus colegas, peor reacción provocó la idea de que el mundo podía tener un comienzo. No se discutía si el Big Bang era una intuición física o más bien una teoría rigurosamente elaborada, sino que se rechazaba frontalmente. Los científicos, especialmente Einstein, la encontraron demasiado audaz, incluso tendenciosa. Se produjo una situación inversa a la que sufrió Galileo: así como Galileo Galilei fue acusado, por parte de algunos eclesiásticos, de entrometerse en los asuntos teológicos al defender que el heliocentrismo no era contrario a las Sagradas Escrituras; Lemaître se convirtió en sospechoso para los científicos, pues pensaban que intentaba introducir en la ciencia la creación divina.
Lemaître no pretendía explotar la ciencia en beneficio de la religión, ya que “estaba firmemente convencido de que ambas tienen caminos diferentes para llegar a la verdad”. La autonomía de la ciencia con respecto a la fe quedó probada cuando escribió que, “desde un punto de vista físico, todo sucedía como si el cero teórico fuera realmente un comienzo; saber si era verdaderamente un comienzo o más bien una creación, algo que empieza a partir de la nada, es una cuestión filosófica que no puede ser resuelta por consideraciones físicas o astronómicas”.
En 1932, Lemaître volvió a Norteamérica con otra beca de investigación para poder justificar con datos astronómicos su teoría del Big Bang. En la Universidad de Harvard tuvo la oportunidad de asistir a una conferencia que impartió su antiguo profesor de Cambridge. A lo largo de su brillante exposición, Eddington comentó la hipótesis del Universo en expansión y proclamó su adhesión definitiva a ella. Los asistentes dirigieron sus miradas a Lemaître y le rindieron una ovación que consiguió emocionarle. A partir de ese momento, no consiguió pasar desapercibido en ninguna reunión científica.
También visitó el Observatorio del Monte Wilson con el fin de cambiar impresiones con Edwin Hubble sobre la relación entre la distancia a las galaxias y su velocidad de alejamiento. Finalmente, llegó a Pasadena para impartir un seminario sobre su teoría cosmológica. A su término, Albert Einstein –que estuvo presente– comentó que había sido “la más bella explicación de la creación que he escuchado”. Acto seguido, tuvieron una conversación en la que a Einstein no le quedó más remedio que admitir la expansión del Universo, aunque no cedió ante el Big Bang. No resulta fácil desprenderse de los prejuicios. En el fondo es imposible no tenerlos. El problema radica en no darse cuenta de ellos o no querer reconocerlos.

EL LEGADO DE LEMAÎTRE 
Lemaître no perdió nunca el frescor juvenil de preguntar a la naturaleza por sus secretos. Durante el resto de su vida, trató de confirmar su teoría cosmológica a través del estudio de los rayos cósmicos que, según creía, representaban el eco de la gran explosión que habría originado nuestro mundo. El amor a la verdad, a la resolución del gran enigma del Universo, era para él un ideal tan fuerte que se convenció de que “el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto, y su dificultad es proporcional a la capacidad presente y futura de la humanidad”.
Pero Georges Lemaître no solo nos ha dejado un ejemplo de confianza en la capacidad de la inteligencia humana, sino que ha abierto también el camino para comprender un poco mejor el mundo en el que vivimos: un universo inmensamente grande al que accedemos por el conocimiento de lo extremadamente pequeño, que nos lleva a superar la paradoja de la existencia de un instante físico inicial, rompiendo con la visión estática del Cosmos que teníamos hasta ese momento.

Eduardo Riaza Molina