«La teoría
del Big Bang, la ‘gran explosión’ que habría originado nuestro mundo, pertenece
a la cultura general de nuestra época; pero pocos saben que fue propuesta
inicialmente por Georges Lemaître, físico y sacerdote católico»[1].
Lemaître fue capaz de llegar a este modelo cosmológico
gracias a su
adhesión a una filosofía realista y a que supo conjugar razonamientos teóricos
con las observaciones astronómicas.
La física en
la época de Lemaître
El modelo cosmológico del Big Bang se fraguó en la primera mitad del
siglo XX, marcada por una crisis que influyó en todos los ámbitos. En el campo
de las artes, por ejemplo, se rompieron los moldes clásicos para llegar a la
pintura no figurativa, al teatro del absurdo y a la música atonal.
Esta crisis afectó incluso a la ciencia, pues la confianza del hombre
positivista se derrumbó con la llegada de la nueva física. Las teorías cuántica
y relativista dieron una visión diferente de la realidad: «los elementos reales
no eran los átomos de la química, sino las ondas de electrones y protones, cuyas
interacciones mutuas estaban gobernadas por la velocidad de la luz y el cuanto
de energía»[2].
Las cosas no resultaban tan sencillas, tan «explicables» como parecían en la
centuria anterior, cuando la fe en la capacidad de la razón humana era
absoluta.
El arte cambió porque cambió la mentalidad del autor y su concepto de las
cosas. La ciencia, sin embargo, no mudó por capricho o moda, sino porque la
naturaleza de lo observado resultó ser distinta de lo que antes se suponía: fue
la realidad observada lo que le obligó a variar. Así lo expresaba Max Planck
-iniciador de la teoría cuántica-, en una conferencia impartida en noviembre de
1941: «Este relevo se torna amarga necesidad cada vez que la investigación
científica tropieza en la naturaleza con algún hecho novedoso del que la forma
establecida de representar el mundo no es capaz de dar razón»[3].
Algunos científicos renunciaron a una comprensión racional de las realidades
más profundas ante este desconcertante panorama. Para otros, la nueva física
supuso un modo diferente de pensar: asumir que «el mundo de las percepciones
sensoriales no era el único al que conceptualmente se le podía atribuir
existencia, sino que había también otro mundo al que […] no podíamos acceder de
forma directa […], pero que impelía inexorablemente al investigador a buscar su
forma definitiva. Y puesto que era necesario suponer la existencia de aquello
que se buscaba, en él tenía que irse afianzando la convicción de que
verdaderamente existía, en el sentido absoluto del término, un mundo real»[4].
Desentrañar ese mundo real no fue tarea fácil. El investigador no podía
conformarse con sacar a la luz lo que estaba oculto en el aparente caos. Debía
«admitir la verdad universal sucesivamente descubierta, como una tierra
desconocida que iba siendo explorada y colonizada»[5].
Ésta fue la actitud de ciertos investigadores de la época. Entre ellos,
Lemaître.
La formación
académica de Lemaître
Georges Lemaître no fue ajeno a este contexto. No obstante, ese escepticismo en
el que algunos cayeron no hizo mella en él. La sólida formación religiosa que
recibió de su familia y el amor por la cultura clásica que le inculcaron en los
colegios de los Jesuitas donde estudió le condujo a buscar apasionadamente la
verdad. Como él mismo diría en una entrevista: «Me interesaba por la verdad
desde el punto de vista de la salvación tanto como por la verdad desde el punto
de vista de la certeza científica. Me parecía que había dos caminos que
conducían a la verdad, y decidí seguir uno y otro»[6].
Su infancia fue muy normal. Era un chico alegre y comunicativo, que no mostraba
ninguna inclinación especial por nada. Sin embargo, uno de sus profesores -el
Padre Henri Bosmans- marcó su orientación profesional: le transmitió el gusto
por la historia de las matemáticas[7],
animándole a leer los textos originales de los matemáticos de la Antigua Grecia
-especialmente, Euclides- y otros más modernos, como Euler o Laplace...
Al llegar a la universidad, no se conformó con unos estudios técnicos de
ingeniería. Su afán por ir más allá le impulsó a matricularse también en la
Facultad de Filosofía. Algunas de esas clases las impartía Désiré Mercier,
futuro cardenal de Malinas, que fundaría la fraternidad sacerdotal Los
Amigos de Jesús, a la que Lemaître acabaría perteneciendo.
Desde niño había soñado con ser sacerdote, pero su piedad maduró cuando
participó como voluntario en la Primera Guerra Mundial. Durante el conflicto
bélico tuvo tiempo para leer y pensar. Un autor que captó su atención fue Léon
Bloy. Le atraía la religiosidad de este filósofo: reflexiva, crítica, plena de
amor hacia los pobres y sencillos. Esa vida espiritual más intensa le hacía sentir
la necesidad de buscar, de vez en cuando, un tiempo exclusivamente para Dios.
En esos ratos de meditación decidió cambiar los estudios de ingeniería por los
de Física y Matemáticas, y más tarde ingresar en el seminario de Malinas.
Mientras se encontraba en el seminario, cayó en sus manos un libro[8]
sobre la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Lo había escrito Arthur
Eddington, que se convirtió en el principal divulgador en habla inglesa de la
obra del físico alemán. Tanto le cautivó la nueva teoría que, nada más ser
ordenado sacerdote marchó al Cambridge Observatory para profundizar en
ella bajo la tutela del mismo Eddington, con una beca que había obtenido del
gobierno belga.
El don de gentes y extraordinario talento de Lemaître ayudó a que Eddington le
hiciera partícipe de sus investigaciones científicas. Le explicó los mecanismos
que provocan la energía irradiada por las estrellas y la correspondencia entre
su masa y su luminosidad y, lo que es más importante, le enseñó a relacionar la
astrofísica con la teoría de la relatividad.
Además, los dos coincidían en su amor a la verdad. El espíritu contemplativo de
Lemaître era pasión por llegar a la verdad grande y universal del cosmos.
Eddington, en su condición de cuáquero, se vio constantemente impulsado a
indagar: «En ciencia y en religión la verdad ilumina al frente como un faro
mostrando el camino; no pedimos alcanzarla; es mucho mejor que nos sea
permitido buscar»[9].
Ésta fue otra de las razones por las que ambos congeniaron tan bien.
Al curso siguiente, 1924-25, viajó a Estados Unidos para realizar el doctorado
entre el Harvard College Observatory y el Massachusetts Institute of
Technology (MIT), tras conseguir otra beca de investigación. Allí adquirió
soltura en el cálculo de distancias estelares, empleando para ello la
observación de las estrellas de brillo variable, llamadas cefeidas. También
visitó el Mount Wilson Observatory para comentar con Edwin Hubble el
corrimiento hacia el rojo que había detectado en el espectro de luz proveniente
de otras galaxias.
El universo
en expansión
Concluido el curso académico volvió a Bélgica, donde comenzó a dar clases en la
Universidad de Lovaina gracias a una carta de recomendación[10]
que su profesor de Cambridge –Arthur Eddington– les había enviado. En esos
primeros años de docencia terminó su tesis doctoral y escribió un artículo[11]
en los Annales de la Société Scientifique de Bruselas en el que daba
solución a las ecuaciones de la teoría general de la relatividad, interpretando
el corrimiento hacia el rojo como una manifestación de la expansión del
universo.
Lemaître trató de calcular la velocidad de alejamiento de las galaxias, pero el
valor obtenido resultó más alto que el actual. Esta cantidad era tan enorme que
le llevó a pensar que en un pasado muy reciente el tamaño del universo debió de
ser mucho menor. Si el ritmo de expansión hubiera sido siempre el mismo, la
edad que tendría que asignar al universo sería inferior al obtenido para la
Tierra[12].
Puesto que esto no tenía sentido, Lemaître prefirió considerar un mundo en
expansión exponencial con un pasado infinito, donde su tamaño era casi
constante en un primer momento, para luego crecer rápidamente.
Ya en 1922 el matemático ruso Alexander Friedmann había encontrado varias
soluciones[13]
a las ecuaciones de Einstein, algunas de las cuales describían universos en
expansión y otras universos que se contraían. Pero Friedmann murió prematuramente
y no tuvo la oportunidad de contrastar sus cálculos matemáticos con los datos
astronómicos del momento.
La idea de un universo en expansión no gustó a la comunidad científica, pues
desde la Antigüedad todas las teorías sobre el movimiento celeste defendían la
concepción de un universo globalmente estático, estable y, por lo tanto,
inmutable y eterno. Einstein, que participaba de este pensamiento influido por
el panteísmo de Spinoza, se irritó al conocer los trabajos de Friedmann y de Lemaître
porque esperaba que la solución que él proponía constituyera la única
descripción posible del universo.
Eddington fue la excepción. No sólo admitió la expansión del universo, sino que
reconoció haber sido superado por su discípulo: «Trabajando con el profesor
McVittie, varios meses atrás realicé investigaciones con el fin de aclarar si
el universo esférico de Einstein es estable. Antes de que nuestro análisis
estuviese terminado, leímos el artículo del sacerdote Lemaître, donde se
resuelven excelentemente y por completo varias cuestiones relacionadas con las
construcciones cosmológicas de Einstein y de De Sitter. Mi objetivo era
analizar el problema desde el punto de vista astronómico, aunque a mi deseo
inicial de obtener un resultado concreto, nuevo en principio, se adelantó la
brillante solución de Lemaître»[14].
Y desde entonces, Eddington se convirtió en el gran valedor de Lemaître: envió
su trabajo a varios científicos[15]
y mantuvo una conversación personal con Einstein, tratando de convencerle.
Después de un tiempo, el físico alemán acabó cediendo.
La historia
del comienzo
Lemaître no tuvo inconveniente en plantear un universo con un pasado infinito.
Sus estudios de filosofía tomista[16]
le habían mostrado que esta tesis no contradecía su creencia en un Dios hacedor
del mundo, ya que un universo creado no necesita un comienzo en el tiempo. Nada
impediría que Dios hubiera creado el universo desde siempre. Aunque el tiempo
fuera infinito -tanto en el pasado como en el futuro-, no dejaría de tener una
causa. La temporalidad y la eternidad se mueven en planos distintos: la
eternidad se da toda a la vez, mientras que el tiempo es la sucesión del antes
y el después. Cuando se afirma que Dios es eterno, se dice algo diferente de
una simple duración indefinida. La eternidad divina es la posesión del Ser, sin
cambios, sin antes ni después, de modo totalmente autosuficiente. Y esto nunca
puede darse en un ser limitado, como es el universo, pues requiere de una
causa.
De todos modos, este modelo cosmológico propuesto por el astrofísico belga en
1927 no sería el definitivo. En 1931, Eddington pronunció una conferencia[17]
en Londres sobre el fin del mundo desde el punto de vista de la física
matemática. Apoyándose en el concepto termodinámico de entropía -grado de
desorden de la materia-, concluía que el cosmos en el futuro llegaría a un
estado de completa dispersión, una desorganización total de la materia. Yendo
hacia el pasado, por el contrario, el orden tendería a ser completo, invitando
a pensar en un comienzo para el mundo, asunto que Eddington rechazaba
tajantemente.
Esta negativa del profesor de Cambridge despertó en Lemaître un vivo interés
por la cuestión del origen del cosmos[18].
Desde hacía años se había planteado la posibilidad de comprender la infinitud.
Como percibía la dificultad que la mente humana tiene para concebir por
completo un espacio y un tiempo infinitos, y tenía una profunda confianza en la
racionalidad del mundo y en la capacidad de la inteligencia humana para
alcanzar la verdad, se preguntó si era compatible con la física el hecho de que
el universo hubiera tenido un principio. Al no encontrar contradicción, se
lanzó a reformular su modelo cosmológico, a partir de la mecánica cuántica.
Para ajustar su nueva teoría, añadió una fase inicial a las dos propuestas en
el modelo anterior para dar al universo una edad finita. Todo comenzaba en un punto, donde
las leyes físicas perdían todo su sentido, en el que el universo entraba en
expansión y el espacio se «llenaba» con los productos de la desintegración del
átomo primitivo[19]
-desintegraciones semejantes a las de las sustancias radiactivas-, que dieron
lugar a la materia, al espacio y al tiempo, tal como hoy los conocemos. La
atracción gravitatoria fue frenando poco a poco esa expansión hasta llegar a
una etapa prácticamente de equilibrio. En ese momento surgían las galaxias y
sus cúmulos, a partir de acumulaciones locales de materia. Cuando finalizó la
formación de estas estructuras, se reanudó la expansión apresuradamente.
Filosofía y
ciencia en la teoría del big bang
Por su condición de físico teórico, Albert Einstein no se preocupó de comprobar
experimentalmente ninguna de sus afirmaciones, aunque decía estar «dispuesto a
considerar su teoría insostenible si no resistía ciertos test»[20].
Había leído el «Tratado de la naturaleza humana» de David Hume y se había
identificado con su escepticismo, y más tarde se vio atraído por el pensamiento
de Ernest Mach -filósofo y físico austriaco-, que llevó más lejos el empirismo
de Hume[21]:
con tales influencias, Einstein se mantuvo en pugna con el positivismo heredado
de estos filósofos y el enfoque teórico de su descubrimiento. Muestra de ello
fue su resistencia a la hora de admitir la expansión del universo y la
introducción de la constante cosmológica en sus ecuaciones para conseguir un
mundo acorde con su pensamiento: un universo inmutable y eterno. Más tarde
reconocería que este último hecho había sido la mayor equivocación de su vida.
Con la desaparición de estos prejuicios, el empirismo de Einstein se fue
suavizando, hasta alcanzar la creencia de una realidad objetiva[22].
Llegó a afirmar que las teorías físicas trataban de dar «una imagen de la
realidad y de establecer su relación con el amplio mundo de las impresiones
sensoriales»[23],
y que nuestras estructuras mentales serían aceptables en la medida en que
lograsen esa relación. De todos modos, Einstein nunca admitió que el cosmos
hubiera podido tener un comienzo, su idea panteísta del mundo le impidió
admitir tal asunto. Es más, creía que Lemaître quería introducir en la ciencia
la creación divina.
Por otro lado, los historiadores no se ponen de acuerdo cuando hablan sobre el
pensamiento filosófico de Arthur Eddington, ya que su metafísica es muy
ambigua. Unos le tildan de idealista, incluso de místico, otros de monista
neutral cercano a Bertrand Russell[24].
Aunque Eddington compaginó teoría y práctica, su eclecticismo le impidió ver
más allá de la teoría de la relatividad y las observaciones astronómicas: creyó
que el problema de la causalidad del mundo se salvaba proponiendo un comienzo
menos abrupto. Por ello, prefirió considerar un universo muy pequeño y
compacto, no muy distinto del átomo primitivo de Lemaître, que se expandía
gradualmente hasta alcanzar la situación actual[25].
Por su parte, Lemaître no intentaba explotar la ciencia en beneficio de la
religión, estaba firmemente convencido de que ambas tienen caminos diferentes
para llegar a la verdad. La autonomía de la ciencia con respecto a la fe quedó
probada cuando declaró que, «desde un punto de vista físico, todo sucedía como
si el cero teórico fuera realmente un comienzo; averiguar si era verdaderamente
un comienzo o más bien una creación, algo que empieza a partir de la nada,
sería una cuestión filosófica que no podía ser resuelta por consideraciones
físicas o astronómicas»[26].
Lemaître, debido a su sólida formación humanística, su adhesión a una filosofía
realista con base en Aristóteles y Tomás de Aquino[27]
y, uniendo las teorías cuántica y de la relatividad con los datos
experimentales, fue capaz de formular la teoría del Big Bang. Un modelo
cosmológico que habría de ser matizado posteriormente por George Gamow[28]
y tantos otros, pero que conserva su idea principal: un universo inmensamente
grande al que accedemos por el conocimiento de lo extremadamente pequeño, que
nos lleva a superar la paradoja de la existencia
de un instante físico inicial, rompiendo con la visión estática del cosmos que
se tenía hasta ese momento.
Eduardo
Riaza Molina
[1] ARTIGAS, Mariano, «El origen del universo. Georges Lemaître: el padre del
big-bang», en ACEPRENSA, 79/95, 7 junio
1995.
[2] PLANCK, Max, Autobiografía
científica, Madrid, Nivola, 2000, p. 86.
[3] Ibid. p. 87.
[4] Ibid. p. 90.
[5] YEPES, Ricardo, Entender el mundo
de hoy, Madrid, Rialp, 1993, p. 63.
[6] AIKMAN,
Duncan, New York Times Magazine, 19 de febrero de 1933, p. 3.
[7] Cfr. LAMBERT,
Dominique, Un atome d’univers. La vie et l’oeuvre de Georges Lemaître,
Bruselas, Ed. Lessius, 2000, p. 28.
[8] EDDINGTON, Arthur, Space, Time and Gravitation: An Outline of the
General Relativity Theory, Cambridge University Press, 1920.
[9] EDDINGTON,
Arthur, Science and the Unseen World, Nueva York, The Macmillan Company, 1929,
p. 23.
[10] Cfr. LAMBERT,
Dominique, Un atome d’univers. La vie et l’oeuvre de Georges Lemaître,
Bruselas, Ed. Lessius, 2000, p. 70.
[11] LEMAÎTRE,
Georges, «Un univers homogène de masse constante et de rayon croissant, rendant
compte de la vitesse radiale des las nébuleuses extra-galactiques», en Annales
de la Société Scientifique, Bruselas, 1927.
[12] La edad estimada para la Tierra en
esa época era de 2.000 millones de años. Actualmente le damos un valor del
orden de 4.500 millones de años.
[13] Cfr. FRIEDMANN, Alexander, El
universo como espacio y tiempo, Sevilla, Ed. URSS, 2003.
[14] Cfr. HELLER, Michal y DAVÍDOVICH,
Artur, Friedman y Lemaître, Sevilla, Ed. URSS, 1991, p. 63.
[15] Willem de Sitter (Holanda) y Harlow
Shapley (EE.UU.).
[16] Cfr. AQUINO, Tomás de, Sobre la
eternidad del mundo, Madrid, Ed. Encuentro, 2002.
[17] EDDINGTON, Arthur, «The end of the World from the standpoint of
Mathematical Physics», en Nature, marzo 1931 Núm. 3203, pp. 447-453.
[18] Cfr. LAMBERT,
Dominique, Un atome d’univers. La vie et l’oeuvre de Georges Lemaître,
Bruselas, Ed. Lessius, 2000, p. 111.
[19] Lemaître pensaba que inicialmente
hubo un «átomo primitivo» del cual salió toda la materia y la energía del
universo.
[20] ARTIGAS, Mariano, Karl Popper:
búsqueda sin término, Madrid, Magisterio Español, 1979, pp. 16-17.
[21] Cfr. ISAACSON, Walter, Einstein. Su
vida y su universo, Barcelona, Debate, 2008, pp. 110-111.
[22] Cfr. Ibid. pp. 500-501.
[23] EINSTEIN, Albert y INFIELD,
Leopold, La evolución de la física, Barcelona, Salvat, 1995, p. 236.
[24] Cfr. MARTÍN, Karim Gherab.
«Filosofía de la ciencia y monismo neutral en Arthur S. Eddington», en THÉMATA,
Revista de filosofía, Núm. 36, 2006. pp. 101-127.
[25] Cfr. SINGH,
Simon, Big Bang, Barcelona, Biblioteca Budirán, 2008, p. 250.
[26] LAMBERT,
Dominique, Un atome d’univers. La vie et l’oeuvre de Georges Lemaître,
Bruselas, Ed. Lessius,
2000, p. 278.
[27] Cfr. Ibid. p. 52.
[28] Cfr. GAMOW, George, La creación del
universo, Madrid, Espasa-Calpe, 1963.