La ciencia y la fe son dos caminos para llegar a la verdad




Georges Lemaître: ¿una estrella doble?

       Lemaître nació en Charleroi (Bélgica) en 1894, en el seno de una familia cristiana. Era el mayor de cuatro hermanos. Su padre había estudiado Derecho en la Universidad Católica de Lovaina (UCL) y tenía una fábrica de vidrio. Desde que era niño, tuvo muy clara su doble vocación: quería ser científico y sacerdote. Comenzó la carrera de Ingeniero de Minas en Lovaina, pero sus estudios se vieron interrumpidos al estallar la Primera Guerra Mundial, en la que participó como artillero. Al acabar el conflicto bélico, volvió a las aulas, pero no para continuar los estudios de ingeniería, sino para seguir el segundo ciclo de Física y Matemáticas. A su término, ingresó en el seminario de Malinas y en 1923 recibió las Órdenes Sagradas.

      Su condición de sacerdote no fue un obstáculo para continuar con su carrera científica y pidió ser admitido como estudiante investigador en astronomía en la Universidad de Cambridge para el curso 1923-24. Allí fue alumno de Arthur Eddington, que le enseñó a conjugar la astronomía con la teoría de la relatividad. El curso siguiente lo pasó entre la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT).

       Concluido el curso 1924-25, regresó a Bélgica para incorporarse como profesor a la UCL, gracias a la carta de recomendación que Eddington les había enviado. A finales de 1926 terminó la tesis doctoral que había comenzado en el MIT y, en 1927, basado en los conocimientos adquiridos, publicó un trabajo en los Anales de la Sociedad Científica de Bruselas, en el que daba solución a las ecuaciones de la teoría de la relatividad general de Einstein, proponiendo un universo en expansión.

       Pero fue en 1931 cuando llegó a la hipótesis del átomo primitivo (conocida hoy como teoría del big bang), un modelo cosmológico que dotaba de historia y dinamismo al universo: todo comenzaba en un punto en el que el universo entraba en expansión y el espacio se «llenaba» con los productos de la desintegración del átomo primitivo, desintegraciones semejantes a las de las sustancias radiactivas, que dieron lugar a la materia, al espacio y al tiempo, tal como hoy los conocemos.

       El resto de su vida científica la empleó en la búsqueda de pruebas experimentales que avalaran su teoría. Sin embargo, no fueron los rayos cósmicos los responsables de hacernos llegar el eco de la gran explosión, como él creía, sino una radiación cósmica de fondo que captaron Penzias y Wilson en 1965, unos meses antes de que Lemaître muriera.

       La carrera científica de Lemaître fue muy intensa, pero no significó una limitación para su vida cristiana: desde joven había cultivado un profundo trato con Dios, que continuó siendo sacerdote. A ello también contribuyó la fraternidad sacerdotal de los Amigos de Jesús, fundada por el cardenal Mercier, a la que él pertenecía. Tampoco sus frecuentes viajes fueron un problema para su labor de almas: atendió a los feligreses de las parroquias donde se alojaba, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos; en Lovaina fue capellán de una residencia de estudiantes; en 1960 fue nombrado presidente de la Academia Pontificia de las Ciencias…

       Georges Lemaître no fue una estrella doble: no fue un sacerdote que se dedicó a la ciencia ni un científico que se hizo sacerdote. Fue, desde el principio, las dos cosas.

Einstein y Lemaître

       Su idea del cosmos en expansión no gustó a la comunidad científica, pues casi todas las teorías sobre el movimiento celeste defendían la concepción de un universo inmutable y eterno. Por su parte, Einstein se irritó al conocer los trabajos de Lemaître: no le cabía en la cabeza un universo en evolución.

       Si la expansión del universo fue mal acogida, peor reacción provocó la idea de que el mundo podía tener un comienzo. No se discutía si la hipótesis del átomo primitivo era una intuición física o más bien una teoría rigurosamente elaborada, sino que se rechazaba frontalmente. Muchos científicos, especialmente Einstein, la encontraron demasiado audaz, incluso tendenciosa: Lemaître se convirtió en sospechoso para los científicos, pues pensaban que intentaba introducir en la ciencia la creación divina.

       Sin embargo, él no pretendía explotar la ciencia en beneficio de la religión, ya que estaba «firmemente convencido de que ambas tienen caminos diferentes para llegar a la verdad». Lemaître dejó clara la autonomía de la ciencia con respecto a la fe en el caso de la hipótesis del átomo primitivo cuando declaró que, «desde un punto de vista físico, todo sucedía como si el cero teórico fuera realmente un comienzo; saber si era verdaderamente un comienzo o más bien una creación, algo que empieza a partir de la nada, es una cuestión filosófica que no puede ser resuelta por consideraciones físicas o astronómicas».

       Este testimonio deja claro que la narración de la creación hecha en el Génesis no puede interpretarse literalmente. Sabemos que es un relato poético, que utiliza un lenguaje mitológico para mostrar una realidad. Pero aquí el término mitológico no es sinónimo de mentira o falsedad, sino más bien un modo en que ciertas verdades trascendentes pueden ser expresadas de modo inteligible; en ocasiones, el único modo de «explicar» lo inefable.

       Por otro lado, tampoco basaba su fe en los resultados científicos: «No se puede reducir a Dios a una hipótesis científica [...] Si Dios permanece escondido no es porque no exista, sino porque no se identifica con el mundo y porque respeta nuestra libertad».

¿A qué distancia hay que situar la ciencia de la fe?

       Lemaître intentó explicar a sus colegas que «el científico debe mantenerse a igual distancia de dos actitudes extremas. La una, que le haría considerar los dos aspectos de su vida como dos compartimentos cuidadosamente aislados de donde sacaría, según las circunstancias, su ciencia o su fe. La otra, que le llevaría a mezclar y confundir inconsiderada e irreverentemente lo que debe permanecer separado».

       Además, era consciente de que su condición de creyente no suponía una traba para sus investigaciones científicas: «El científico cristiano [...] tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu [...] Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus criaturas [...] La revelación divina no nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad sobrenatural. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe. Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad de la naturaleza en la que se encuentran superpuestas y confundidas las diversas etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente y que, por tanto, el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad. Probablemente esto no le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde de su fe en su trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se relaciona directamente con su actividad científica».

Las claves del diálogo

       Los pretendidos conflictos entre científicos y teólogos no radican tanto en los argumentos que esgrimen unos y otros, sino en la actitud que deben adoptar ambos ante las cuestiones que se plantean desde la otra parte. El teólogo que escucha las conclusiones del conocimiento científico está en mejores condiciones de dar razón de su fe. El científico que conoce la articulación de la fe tiene los horizontes del conocimiento mucho más despejados. La fe y el saber a todos conciernen, pues desde el hombre más racionalista hasta el más fideísta, todos conjugan certezas e incertidumbres.

       Otro de los problemas que hay que afrontar en el diálogo entre ciencia y fe es la desconfianza en el valor del conocimiento humano. Sin duda, nuestro conocimiento es limitado; pero, con frecuencia, se interpreta esa limitación como si nunca pudiéramos estar seguros acerca de nada. Algunos piensan que la ciencia sólo proporciona modelos que siempre están sujetos a cambios, sin llegar nunca a conclusiones verdaderas. A la vez, la ciencia suele considerarse como el conocimiento más fiable que poseemos, porque sus teorías pueden someterse a control experimental y a demostraciones que son independientes de las creencias personales. Sin duda, la ciencia no puede resolver todos los problemas, pero esto nada tiene que ver con rebajar los verdaderos logros científicos y la capacidad racional que los hace posibles: la ciencia es un camino privilegiado para buscar y encontrar la verdad.

       Albert Einstein y Georges Lemaître terminaron siendo amigos. No sólo porque el físico alemán reconociera finalmente la expansión del universo, sino porque a ambos les movía el mismo afán: la búsqueda de la verdad. No perdieron nunca el frescor juvenil de preguntar sin cesar a la naturaleza por sus secretos. El amor a la verdad, a la resolución del gran enigma del universo, era para ellos un ideal fortísimo. Por todo ello, Einstein se despojó de sus prejuicios y pasó de abogado litigioso a juez ecuánime. Lemaître, por su parte, supo equilibrar en los platillos de la balanza la ciencia y la fe, evitando todo “concordismo”.

El nacimiento de la ciencia moderna

       Lemaître es un científico paradigmático, pero no un caso aislado. A lo largo de la historia nos encontramos con sabios que han sabido compaginar ciencia y fe. Personajes como Filopón, un alejandrino que entre los siglos V y VI intuyó la posibilidad del movimiento en el vacío y describió el lanzamiento de los objetos en virtud a un «ímpetus» que pasaba de la mano a la piedra. Esta idea sobrevivió desde la Antigüedad hasta la Edad Media y fue recogida en el siglo XIV por Buridan, de la Universidad de París, siendo el germen de una física anti-aristotélica. Dos siglos más tarde, apareció la teoría heliocéntrica propuesta por el clérigo polaco Copérnico, que inspiraría a científicos de la talla de Kepler, Galileo, Newton…

            La lista sería muy larga. Y es que no podemos olvidar que la ciencia moderna nació en Occidente: en una Europa cimentada en una matriz cultural cristiana, cuyos moradores consideraban todo como producto de un Creador sumamente racional, que hizo al hombre participe de la inteligencia divina y capaz de conocer el mundo. Solamente esa experiencia comunitaria y esa convicción pudieron producir una línea de pensamiento, un clima de confianza intelectual y de optimismo, que dio lugar a la empresa científica.

 Eduardo Riaza, Pablo de Felipe y Antoine Bret.